Un
reciente Informe de Oxfam, llamado “Una economía al servicio del 1
%” muestra que, desde 2010, la riqueza de la mitad más pobre de la
población se ha reducido en un billón de dólares. Esto ha ocurrido
a pesar de que la población mundial ha crecido en cerca de 400
millones de personas durante el mismo período. Mientras, la riqueza
de las 62 personas más ricas del planeta ha aumentado en más de
500.000 millones de dólares, hasta alcanzar la cifra de 1,76
billones de dólares.
En
realidad, la desigualdad viene acentuándose desde hace varias
décadas. Todos lo atribuyen al modo de producción, distribución,
consumo y acumulación imperante, lo que es obvio; pero es necesario
ser más específico en la comprensión del proceso que conduce a una
desigualdad que viene acentuándose y que continuará en el mismo
sentido en los próximos años. El hecho de fondo que explica esta
tendencia a la concentración de la riqueza es el incremento de la
productividad del capital, que resulta de los avances científicos y
tecnológicos, y que conlleva, por un lado una progresiva sustitución
de la fuerza de trabajo en los procesos productivos, y por otro, la
marginación y salida del mercado de las unidades productivas de
menor productividad y eficiencia.
Ahora
bien, un aspecto clave que hay que tener en cuenta en toda esta
dinámica económica es que el incremento de la productividad del
capital y el desarrollo tecnológico inciden en una reducción de los
costos de producción, y consiguientemente, en una reducción de los
precios de los bienes y servicios, lo que beneficia a los
consumidores.
Pero
la tendencia de la concentración de la riqueza tiene como efecto,
también, que los consumidores tienen menos ingresos autónomos con
los cuales comprar los productos que se ofrecen en el mercado a
precios decrecientes. Esto se ha venido compensando en los últimos
años y décadas con un incremento del crédito al consumo,
implicando un creciente endeudamiento de los consumidores.
Consumidores cada vez más dependientes de los bancos, que deben
destinar un creciente porcentaje de sus ingresos al servicio de los
créditos solicitados en magnitudes cada vez mayores.
Para
evitar las recesiones los Bancos Centrales han bajado las tasas de
interés y aumentado la emisión monetaria. Pero estos dineros han
terminado, crecientemente, en manos de las grandes corporaciones,
precisamente por ser más competitivas y de mayor productividad,
acentuándose así la concentración y la desigualdad.
También
los Estados contribuyen de manera cada vez más importante al
mantenimiento del sistema, sosteniendo la demanda y el consumo. Por
un lado han creado constantemente nuevos empleos públicos, y por
otro lado proveen a la población crecientes servicios sustitutivos
de los que se ofrecen en el mercado, pero que igual implican demanda
para las grandes empresas. Por poner un ejemplo, compran computadores
que ofrecen gratuitamente a los estudiantes.
El
problema es que este modo que tiene el Estado para sostener la
demanda encuentra límites en la capacidad que tiene el Estado de
obtener ingresos autónomos (que son los que obtiene por los
impuestos, las multas y los ingresos de sus propias empresas). Lo que
hacen los Estados, entonces, para financiar los déficits en las
finanzas públicas es, igual que los consumidores privados,
endeudarse, emitiendo bonos y solicitando créditos.
Crecientemente
dependientes del sistema financiero internacional, los Estados buscan
aumentar sus ingresos acrecentando la carga fiscal, esto es,
aumentando los impuestos. ¿Pero a quiénes? No pudiendo hacerlo a
las grandes corporaciones multinacionales (si lo hacen ellas se
desplazan hacia otros países, desinvierten o amenazan con hacerlo),
sólo pueden aumentar los impuestos a los productores locales y a los
consumidores. Así las empresas locales se tornan cada vez menos
competitivos, y continúan siendo desplazadas por las grandes
corporaciones.
¿Hay
salida? NO, no la hay, dentro de este sistema económico
internacional. ¿Es posible ‘salirse’ de este sistema económico
internacional? NO, porque tanto el Estado como los consumidores viven
de que el sistema económico y financiero existentes sigan en
funcionamiento.
Los
Estados no pueden revertir, sino marginalmente, la tendencia mundial
a la concentración de la riqueza y a la desigualdad creciente. Lo
más insólito es que los países que logran continuar su crecimiento
económico y disminuir la pobreza son aquellos que establecen
alianzas estratégicas con el gran capital trasnacional. (Un ejemplo
cercano ha sido el de Chile, y lo vemos también actualmente en
Bolivia).
¿QUÉ
HACER? No veo otra alternativa que la creación de una economía de
solidaridad y de trabajo, que genere nuevas empresas, nuevas fuentes
de trabajo, que produzcan bienes y servicios distintos a los que
ofrecen las grandes empresas.
Ello
sólo es posible si va acompañado de un cambio fundamental y
progresivo de los tipos de consumo que predominan en la actualidad.
En efecto, la economía de solidaridad y trabajo, junto con crear
riqueza compartida, debe generar sus propios consumidores.
Si
lo pensamos bien y a fondo, lo que se hace necesario es un proceso de
transición hacia una nueva civilización, que en lo económico
requiere el desarrollo de una nueva empresarialidad (asociativa y
solidaria), de nuevas formas de trabajo (trabajo autónomo y
asociado), y de nuevos y mejores modos de consumo (consumo
responsable y orientado al desarrollo humano integral).
Luis
Razeto