Muchos,
tal vez la mayoría de los estudiantes de la enseñanza media, no
aman la educación que reciben en sus colegios. Sienten que no les
sirve. Que tantas horas del día durante tantos años sentados
escuchando asignaturas que les proporcionan conocimientos
fragmentarios cuya utilidad desconocen, enseñados por profesores
desganados que muestran saber poco de aquello mismo que enseñan, lo
sienten como un desperdicio de tiempos que podrían ocupar mejor en
otras actividades: lúdicas, deportivas, vivenciales, conviviales,
laborales, musicales, culturales, que les serían más placenteras y
más libres, y quizá también más provechosas para su desarrollo
personal.
No
les faltan motivos ni razones para sentir y pensar así. El propio
sistema escolar está centrado en la obtención de notas y puntajes,
y no en el aprendizaje de los conocimientos y saberes buscados porque
tengan algún valor intrínseco o alguna utilidad práctica. Tampoco
se orienta a la formación de actitudes y cualidades personales y
sociales que les provean capacidades y competencias para vivir mejor,
ni menos aún que les favorezcan el despliegue progresivo de su
creatividad, autonomía y sociabilidad. La escuela los quiere pasivos
y obedientes, o tal vez, más simplemente, se conforma con que no
molesten demasiado.
¿Qué
podemos pensar de una educación en que después de 12 años de
enseñanza un gran porcentaje de los graduados apenas entiende lo que
lee? Es evidente que los estudiantes – en su gran mayoría – no
reciben buena educación en la escuela, y tampoco la obtienen de sus
padres, que parecen haber desertado de sus funciones formativas
tradicionales. Agobiados por sus propios problemas emocionales,
laborales y económicos, y culturalmente desorientados en un mundo
que cambia aceleradamente y cuyas novedades cotidianas son mejor
asimiladas por sus hijos, muchísimos son los padres que han perdido
la capacidad de hablarles, de enseñarles e incluso de ser escuchados
por ellos. Muchísimos padres se limitan a darles en el gusto en sus
caprichos, en sus demandas y en sus exigencias.
En
estos contextos escolares y familiares, los niños, adolescentes y
jóvenes tienen otras dos importantes fuentes de aprendizaje respecto
a cómo pensar, sentir, comportarse, relacionarse y actuar; pero
ambas están orientadas en el sentido de la adaptación pasiva
respecto del ambiente y el contexto social existente. Por un lado,
los instruye y los adapta la televisión, los juegos de aplicación,
la publicidad y el mercado, que los incitan al consumismo y los
mantienen en la pasividad cultural. Por otro lado, aprenden unos de
otros en sus grupos de edad, donde lo más habitual es que se generen
comportamientos imitativos y tendencias gregarias y de adaptación,
debido a la natural necesidad que experimenta cada uno de pertenecer
al grupo y de ser aceptado por los iguales, con la consiguiente
inhibición de las dinámicas de personalización y diferenciación.
Es
así que por las influencias convergentes de la escuela, de los
padres, de la TV, la publicidad y el mercado, y de los propios grupos
de edad y pertenencia, se inhibe en los muchachos la maduración y el
crecimiento personal, y mientras crecen fisicamente a menudo
permanecen mental, emocional e intelectualmente en un estado de
infantilismo.
No
todos, por supuesto. Se ‘salvan’ los que encuentran en el colegio
un profesor o una profesora realmente motivado y dedicado a la
enseñanza y la formación de sus alumnos; y los que tienen un padre
o una madre que les trasmiten convicciones y valores sólidos; y los
que se sustraen del consumismo y la banalidad de la televisión
porque han desarrollado un espíritu crítico y un amor al saber y/o
al arte; y los que forman parte de grupos de edad que por variadas
circunstancias han llegado a participar en causas sociales,
ambientales o políticas. Pero son los menos. La mayoría permanece
en la pasividad, en la dependencia y en el infantilismo, que
parecieran ser lo que requiere ‘el sistema’ económico y político
capitalista y estatista. La mayoría no recibe una verdadera
educación.
Pero
en esos muchachos así conformados por el ‘sistema’ permanece
viva la chispa de rebeldía que nadie puede extinguir, porque es
propia de la naturaleza espiritual del ser humano. Y ello hace pensar
que es posible una salida. En efecto, los niños y los jóvenes,
todos necesitan educación y aspiran a tenerla. Lo vienen
manifestando desde hace años a través de movimientos estudiantiles
que claman por una educación de calidad.
Es
en este contexto que se hace necesario plantearse la pregunta de si
pueden los estudiantes ser los protagonistas de su propia educación.
Porque, dado que no la reciben en la escuela, ni de los padres, ni de
la TV y el mercado, ni de sus grupos de edad, parece no quedarles
sino la alternativa de la auto- educación, esto es, la de ser los
protagonistas de su propio proceso de enseñanza/aprendizaje y de
formación y desarrollo personal y social. ¿Es ello posible?
En
un primer nivel de respuesta hay que decir que siempre el aprendizaje
y el desarrollo personal requieren la participación activa de cada
uno. El aprendizaje, el estudio, el despliegue del conocimiento, de
la creatividad y de la autonomía, son procesos que sólo pueden ser
realizados por uno mismo sobre uno mismo. La escuela, los profesores,
los padres, los libros, los medios, son solamente facilitadores del
proceso, condiciones externas que lo favorecen o dificultan.
Pero
la pregunta que he formulado intenta ir más allá de este primer
nivel de respuesta, aludiendo no sólo al aprendizaje sino también a
la enseñanza: ¿es posible la auto-educación, cuando los medios
educativos formales fracasan en su función? A esta pregunta ofreceré
una respuesta positiva, pero condicionada a que los mismos
estudiantes tomen conciencia de ciertos hechos y que como
consecuencia de ello asuman un nuevo protagonismo, tanto en el plano
personal como en el de sus organizaciones.
Ante
todo es preciso que sepan y que tomen conciencia de que la sociedad,
los padres, los profesores, las escuelas, la televisión, la
publicidad, el mercado, el Estado y los grupos de edad, que les
entregan una educación tan insatisfactoria como la que reciben y que
los mantiene profundamente insatisfechos, no están en condiciones de
ofrecerles algo sustancialmente mejor. ‘Nadie da lo que no tiene’,
es una sentencia antigua tras cuya obviedad se esconde una verdad muy
profunda. Lo que ofrecen y trasmiten los educadores mencionados es lo
que tienen y lo que saben hacer; es cierto que puede mejorar, pero a
través de procesos prolongados de transformación, desarrollo y
perfeccionamiento que requieren décadas de maduración, y que no
ocurrirán si los mismos estudiantes no empiezan a generarlos
mediante los procesos de auto-aprendizaje a que nos referimos.
Una
de las afirmaciones más importantes y profundas de Carlos Marx, que
en realidad contradice todo el pensamiento marxista posterior, es la
tercera de sus Tesis sobre Feuerbach: “La
teoría materialista de que los hombres son producto de las
circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres
modificados son producto de circunstancias distintas y de una
educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los
que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador
necesita ser educado.” Entonces,
es importante y necesario que los
estudiantes sepan que
no recibirán mucho de
la educación que reciben en la escuela,
y que no esperen demasiado de
las dinámicas y circunstancias políticas y económicas.
Adquirir
conciencia de esto es indispensable para adoptar una actitud activa y
protagónica.
Dicho
eso, observemos lo mismo desde otro ángulo: la sociedad, los padres,
los profesores, las escuelas, la publicidad, el mercado, el Estado y
los grupos de edad, les están ofreciendo y trasmitiendo lo que
pueden y lo que saben darles, en las condiciones en que operan. Y si
bien ello es insatisfactorio e insuficiente, no conviene desecharlo
ni menospreciarlo, porque aunque poco, es lo que han llegado a saber,
a crear y a organizar. Si no aprendemos de todo ello estaremos cerca
de volver a un estado de barbarie, como el que se observa en algunos
grupos marginales que rechazan todo lo existente y no están en
condiciones de organizar algo mejor que lo reemplace. Los humanos
necesitamos ser educados por la sociedad, porque instintiva,
intuitiva y emocionalmente no estamos suficientemente habilitados
para sobrevivir en sana convivencia.
Es
importante asumir, entonces, que no se parte de cero, y que hay un
aprendizaje que realizar. Ahora bien, el aprendizaje de aquello que
la sociedad y sus componentes ofrecen a los estudiantes, no puede
realizarse ni ser aprovechado realmente si uno se mantiene en modo
pasivo. Frente a lo que se recibe es necesario adoptar una posición
activa y crítica. Pues es su recepción pasiva lo que genera
pasividad, dependencia y reproducción de la mediocridad.
Aristóteles
decía que la inteligencia humana tiene dos lados, el intelecto
pasivo y el intelecto activo. Aplicado esto a la educación de sí
mismo, implicaría que tenemos siempre que ‘procesar’
personalmente lo que otros nos comunican. Si lo aplicáramos a la
enseñanza escolar podría pensarse en distribuir la ‘hora de
clase’ en tres momentos: unos 15 minutos en que el profesor enseña
y los alumnos escuchan; otros 15 minutos en que los alumnos
‘procesan’ lo que escucharon; y 15 minutos finales en que los
alumnos expresan (oralmente o por escrito) lo que aprendieron y
pensaron. Un tercio para el intelecto pasivo, dos tercios para el
activo, distribución del tiempo que indico solamente para graficar
la idea.
Saber
que la educación que se recibe es deficiente, y saber que en
consecuencia ha de ser recibida y procesada críticamente, es lo que
pone al joven estudiante en el punto de partida del proceso de
autoaprendizaje. Y es también importante a la hora de identificar
los objetivos que pueden plantearse en el marco de la educación
escolar que reciben, y en la auto-educación que pueden concebir.
Cuando
veo a los estudiantes ‘luchar’ por una educación pública que
sea de igual calidad para todos me pregunto si tendrán o no siquiera
la sospecha de que el Estado no les proporcionará, ni les podría
ofrecer, sino una educación mediocre y orientada a formarlos en la
pasividad. Esto se relaciona con algo más general que desconocen:
que la primera y principal responsabilidad del Estado es garantizar
el orden social, y la segunda, que la economía siga funcionando, que
crezca y se reproduzca de modo ampliado. Si el Estado llega a fallar
en esas sus principales funciones, la sociedad se tornaría caótica
y las personas experimentarían gravísimos sufrimientos.
Pretender
que el Estado sea motor de cambios estructurales profundos es un
contrasentido, una ilusión, fomentada desde el interior del mismo
orden político que busca y buscará siempre ‘encauzar’ todas las
energías transformadoras que surjan en la sociedad, en el marco y al
interior del orden social y político establecido. Todas las
‘reformas educacionales’ que se realicen en el sistema escolar
público están y estarán enmarcadas en los objetivos propios del
Estado, de garantizar el orden social e institucional, y de asegurar
que la economía siga funcionando y que crezca conforme a sus
dinámicas y a la división social del trabajo establecidas. Así es
y así continuará siendo, mientras vivamos en la civilización
capitalista y estatista en que estamos.
El
Estado, que por su propia naturaleza implica una división de la
sociedad entre dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados,
necesita ciudadanos bastante pasivos, que no sean muy críticos y que
estén dispuestos a subordinarse. El funcionamiento de la economía
capitalista necesita obreros, empleados, técnicos, profesionales,
ejecutivos, empresarios, en determinadas proporciones de la
población. La educación es organizada por el estado y por el
mercado para ello.
Para
asegurar el orden social y garantizar el funcionamiento de la
economía, especialmente cuando abunda el malestar social, el Estado
se presenta ante los ciudadanos como benefactor, como proveedor de
los bienes y servicios que la gente le demanda. Este modo de
organización y operación del Estado genera en la ciudadanía
pasividad y una actitud de espera de beneficios; de esperar y de
exigir que la solución de los problemas llegue desde arriba.
El
Estado de bienestar tan alabado por muchos es un Estado que hace
beneficencia y asistencialismo. Por eso es que al Estado se le pide y
exige gratuidad. Es parte del juego entre el mercado y el Estado. El
mercado exige competitividad, riesgo, y mantiene siempre la amenaza
de la exclusión; el Estado se ofrece como protector social de los
excluidos, y ofrece gratuidad a cambio de subordinación y pasividad.
Y tanto el Estado como el mercado son cómplices de una falsa cultura
que fomenta las emociones por sobre la inteligencia, el pragmatismo
por encima del saber y la reflexión. Lo hacen porque las emociones y
las prácticas son fácilmente manipulables, mientras que el
conocimiento y los saberes teóricos son fuentes de autonomía y
acrecientan en las personas la capacidad de auto-conducción.
Estoy
seguro de los estudiantes, los jóvenes, no quieren jugar ese juego.
Pero participan en él sin saberlo. Aún cuando protestan se
mantienen en el marco del orden establecido, y aunque puedan creer
que lo que postulan es muy revolucionario, de hecho terminan
fomentando la pasividad y la dependencia. Incluso el Estado necesita
que exista una cierta dosis de rebelión y protestas, porque así
justifica tanto su función represiva como asistencial.
Los
estudiantes hacen bien en expresar su descontento y en rebelarse.
Pero a menudo se equivocan en las formas en que se manifiestan, y
sobre todo en las ‘soluciones’ que proponen, por ejemplo, cuando
levantan la educación pública gratuita igual para todos como la
gran solución. Podría ser que tengan razón en exigir que sea
gratuita, porque es una educación mediocre, y porque así las
familias podrían liberar recursos que destinar a actividades
culturales y de auto-aprendizaje. Pero esto no va al fondo del
asunto, que es que, en la educación y desde la educación, es
necesario y urgente superar el mercantilismo, que implica al mismo
tiempo superar el estatismo.
Es necesario y urgente comprender que el
capitalismo y el estatismo son dos pilares igualmente fundantes de
una civilización que es capitalista en lo económico y estatista en
lo político, y que ambos confluyen en generar, asegurar y reproducir
la desigualdad y la división de la sociedad entre ricos y pobres, y
entre dirigentes y dirigidos.
Lo
que se requiere es una educación liberadora, capaz de generar en los
estudiantes la creatividad, la autonomía y la solidaridad. Una
educación que en tal sentido esté orientada hacia la creación y el
tránsito hacia una nueva civilización. Pero como esta educación no
la pueden proporcionar el Estado ni el mercado, hay que plantearse
seriamente la cuestión del auto-aprendizaje, y de un nuevo y
superior protagonismo de los estudiantes en su propia educación.
El
capitalismo busca atrapar a los jóvenes con el consumismo. El
estatismo los atrapa con la beneficencia, el asistencialismo y la
gratuidad. Entre capitalismo y estatismo, pocos espacios quedan para
promover el desarrollo personal, la creatividad, la autonomía, la
solidaridad. Pero es en esos espacios reducidos, o sea en los
intersticios de tiempo y de oportunidades que dejan sin ocupar la
escuela, los padres ausentes, la publicidad y la TV, y de los que se
puede en parte prescindir, es posible generar procesos de desarrollo
personal y dinámicas sociales transformadoras. Y porque esto no
puede realizarse sin conocimientos amplios y profundos, tendrán que
partir del estudio y la lectura de libros y obras de autores que les
ayuden a generar dinámicas de desarrollo personal y de
transformación social. Sin conocimientos y vocación transformadora
no es posible levantar una nueva economía, ni una nueva política,
ni una nueva educación: participativas, integradoras, justas y
solidarias.
En
la formación de esas generaciones de jóvenes de conocimiento,
creativos, autónomos y solidarios, que podrán reemplazar las
estructuras políticas, económicas y culturales por otras mejores,
un papel importante lo cumplen los centros educacionales surgidos por
iniciativa de personas y organizaciones de la sociedad civil, que
aplican pedagogías ‘alternativas’ marcadamente centradas en el
desarrollo personal y en el auto-aprendizaje. Pero instituciones
educativas de ese tipo son pocas y tienen muy limitada cobertura
social. De ahí la importancia de procesos de aprendizaje en que los
estudiantes y sus organizaciones sean protagonistas de su propia
educación, para lo cual pueden contar a veces con la colaboración
de padres y de profesores conscientes y comprometidos, y con la de
otros jóvenes que compartan similares propósitos, y casi siempre
con los amplios accesos al conocimiento y a las artes que hoy son
posibles a través de la internet y de las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación.
Con
este nuevo enfoque del problema de la educación no estoy sugiriendo
que los estudiantes se desentiendan de la escuela y que dejen de
presionar y exigir al Estado cambios y mejoramientos necesarios y
urgentes en la educación escolar. Al contrario, ello es parte de su
propio proceso de aprendizaje y auto-educación; pero más allá de
todo ello, el nuevo protagonismo de los estudiantes que planteo los
hará incidir de verdad y en profundidad, en la educación y en la
sociedad. Porque al ser protagonistas de su propia educación y
desarrollo personal y social, los hijos enseñarán a sus padres, los
estudiantes a los profesores, los ciudadanos a los gobernantes. Y así
podremos, entre todos, iniciar la creación de una nueva y superior
civilización, creativa, autónoma y solidaria, no capitalista ni
estatista.
Luis
Razeto M.